Vivir una larga infancia en los años 70 rodeada de médicos, multitud
de pruebas -algunas realmente dolorosas-, tratamientos de toda índole
y visitas a decenas de centros hospitalarios no es algo que nadie
desease en mi familia; en especial mis padres, quienes interpretaron
sucesivos y erráticos diagnósticos con especial sufrimiento. No en
vano, el diagnóstico definitivo fue cuestión de años, y su carácter
genético incluso de décadas (apenas hace un año supe que mi distonía
generalizada dependía de un gen llamado dyt1 y que, por tanto, era
hereditaria).

Con todo, aquella ‘deficiencia cerebral’ (como la bautizó algún
neurólogo) fue degenerando en una progresiva pérdida de habilidad sólo
era de naturaleza química, y no afectaba para nada a una capacidad
intelectual que los estudios psicológicos demostraban incluso bastante
por encima de la media. Desde luego, nada de lo que presumir, habida
cuenta de que sólo entiendo y admiro la generosidad como auténtico
valor universal a considerar; algo que descubrí y aprehendí, con toda
seguridad, de mi abuela materna, completamente analfabeta y, sin
embargo, la persona más intachable que, no sólo yo, sino muchos hemos
conocido nunca.

Desde aquella temprana época, mi vida fue sinónimo de renuncia a
muchas cosas. En especial recuerdo lo doloroso que fue tener que dejar
las clases de guitarra clásica con apenas 12 años… Y eso sólo era el
comienzo de un escenario incierto que me reservaba muchas
posibilidades, aunque, eso sí, desde el lado del espectador. Supongo
que también renuncié a mi primer amor.

Como consecuencia de todo aquello me encerré en mi interior durante
una década, en la que sólo mantuve las relaciones sociales
indispensables. Sin hermanos, ni ninguna gana de hacer amigos, me
apoyé únicamente en una serie de aficiones que fueron mi tabla de
salvación, y que posteriormente jamás abandonaría: la música, el
estudio del ajedrez, la lectura de literatura científica…
Entretanto, el desarrollo de la enfermedad continuó su progreso y mi
anatomía empezó a resentirse.

Pasaron, en efecto, diez años hasta que un día, quiero suponer, decidí
salir de la cueva de seguridad que me había construido. Me consta que
muchos otros en similares circunstancias habían (han) vivido sumidos
en depresiones periódicas, incluso con pensamientos suicidas. Supongo,
también supongo, que mi caso derivó hacia afortunadamente un estadio
de madurez que conformó los cimientos de mi nueva vida: la
autoaceptación.

Sin duda, ahora sí, aposté por algo con meridiana claridad: quien me
quisiera de verdad lo haría exactamente a sabiendas de todo mi ser y
mis circunstancias; más aún, seguro que hasta me ayudaría en la medida
de sus posibilidades. Una vez más la clave estribaba en la
generosidad, en este caso la de un entorno que rara vez me dejó
desvalido. Y las cosas no fueron tan mal, vuelvo a suponer.

También concluí que analizar o meditar en exceso, darle vueltas a las
cosas más de la cuenta, sólo suponía, en mi caso, una pérdida de
tiempo. Hoy en día soy más rotundo si cabe: la clave de la vida reside
en dedicar mucho más tiempo y energías a hacer que a pensar.

Con esas bases, la vida me otorgó sus verdaderas oportunidades en el
ámbito de los estudios, del trabajo, de las relaciones, del amor… A
partir de éstas, en cierto modo, sigo adelante viviendo en base a una
pauta que suelo denominar ‘deportividad’.

Ni siquiera sigo tratamiento farmacológico alguno -lo que no significa
que sea contrario a ellos-. Eso sí, me marco mi propia terapia basada
en el ejercicio físico -paseos en bicicleta, básicamente, o lo que
quiera mi hijo- y también el intelectual, así como intentar atender al
máximo número posible de frentes (hacer, hacer y hacer, en lo que los
psicólogos -que no yo- considerarían como una expresión tipificada de
‘terapia ocupacional’). Por descontado, ahí están la música, es claro,
el ajedrez (bastante menos) y la literatura científica… mis apoyos
de siempre.

Bioquímico de formación, y máster en Gestión de la Información y el
Conocimiento, aspiro a procurar un entorno lo más digno posible a mi
familia y amigos, así como a compartir con el mundo entero todo
aquello que pueda serle útil, siempre con la máxima humildad y sin
significarme como ejemplo de nada, ni consejero autorizado de nadie.

En esencia, y para concluir, supongo que quiero transmitir el mensaje
de que muchas limitaciones no son tales cuando sientes enormes ganas
por construir.

Fernando.

[En http://www.distoweb.com puedes visitar la página donde el autor
aborda la distonía y otros desórdenes del movimiento desde una
aproximación positiva]