Estamos en guerra. De otra forma no se entendería este estado de alarma, con gran parte de la población parapetada en sus casas y contemplando un mundo inmóvil que solo parece avanzar en la batalla contra el virus. Necesitamos creer que la lucha contra el coronavirus no es una lucha cualquiera. Sentir esta pandemia como una guerra da sentido a nuestro día a día, nos ayuda a entender lo excepcional como normal y a poner rostro a lo invisible; tanto como puede ser un virus a los ojos de la gente.
La guerra tiene un propósito, ganarla. Los propósitos, según la evidencia científica, dan significado a la vida personal, influyen en nuestros comportamientos, nos ayudan a modular las situaciones de estrés y refuerzan el afrontamiento positivo ante las situaciones adversas y duraderas que puedan surgir.
¿Cómo creer en algo que, aparentemente, no se ve? Quién sabe si hubiera sido igual de útil explicar lo invisible desde un acto de fe. Pero no se hizo, no de forma general. Por otro lado, la ciencia hubiera dado mejores argumentos, pero se intentó y no funcionó. No funcionó de forma general. Digamos que como personas, la ciencia no nos convence en sus argumentos para anteponer nuestros deseos personales a la necesidad de actuar colectivamente ante un interés común. Por tanto, necesitábamos de un fenómeno desde el que interpretar lo imperceptible y afrontar lo irremediable.
Recordemos que es vital para la supervivencia romper la disyuntiva que supone el estado de alarma, en tanto que necesitamos verlo como una elección individual, como un acto voluntario y solidario, aunque no lo hayamos elegido.
El paradigma bélico ha dotado de significado la forma de actuar ante esta pandemia. Actuar no solo como forma de hacer las cosas sino como forma de decidir qué cosas (no) hacer. Hemos aprobado utilizar el lenguaje bélico como mucho más que un léxico. Se presenta como un universo simbólico, que dota a la crueldad del actual escenario que vivimos, como realidad válida y universal.
Pero ni en el amor ni en la guerra todo vale. No hay amor con guerra, ni guerra con amor. En la guerra no hay vencedores y vencidos; hay solo vencidos. Nadie puede salir ganando de ahí. Incluso en la guerra hay normas que no se pueden saltar. Ningún soldado queda atrás. Al menos, eso ocurre en las películas que uno ve por televisión. ¿Acaso esta pandemia no parece una ficción para la mayoría de la población, que solo ve esta realidad a través de sus pantallas de casa? En los balcones no se escuchan bombas, gritos de temor, ni se ve gente huir de nadie ni nada. Se escuchan aplausos, sirenas y canciones elevadas a himnos de victoria como si cada anochecer se ganara una batalla. Batalla que no se vence gracias a los policías de balcón y expertos de sofá que ofrecen su saber en redes sociales, al mismo tiempo que esperan que en la azotea de su edificio aterrice el helicóptero que los lleve al centro de mando de las operaciones especiales. Esta guerra no es para que tú juegues a salvar el mundo desde tu Smartphone.
Esta llamada guerra se combate de forma silenciosa. A la muerte no le precede el ruido de una bala, ni a los muertos le acompaña el llanto de sus más allegados. No, al menos, dando compañía. Los muertos en combate no son enterrados con honores, sino enterrados en horrores. Horrores de una familia que dice adiós sin despedirse, que llora la muerte sin muerto. Una muerte sin el reconocimiento social y público, sin el sentir de que la vida de su ser querido ha valido para salvar otras vidas. Los muertos de esta guerra, estando en el mismo bando, no son vencedores sino vencidos.
En las historias de guerra, los muertos son héroes, por lo menos para el bando que escribe la historia. En nuestra guerra los muertos son muertos y antes de muertos vencidos. Nuestros Mayores, solo por nombrar algún colectivo, son estigmatizados. No para el soldado que está en retaguardia, posicionado en su balcón, sino estigmatizados dentro de la estrategia militar. Los Mayores, al igual que las personas con discapacidad (solo por nombrar algunos colectivos) son parias en esta guerra. Una población ya denominada superflua, prescindible dentro de la modernidad líquida. Ahora la “guerra” permite valorar tales circunstancias como motivo para privar no solo del derecho a ser atendido en las Unidades de Cuidados Intensivos sino a ser desprovisto de valor social. Esta contienda otorga potestad para privar de derechos a los sujetos que han sido despojados de su condición de ciudadanía, pero además, es utilizada para violar los derechos humanos, saqueando, de esos cuerpos, su humanidad. Una crueldad solo permisible, que no permitida, en tiempos de guerra.
La vida de las personas con discapacidad, Mayores (solo por nombrar algunos), no merece ser vivida; no tanto como la de otros. No tanto como para que un soldado se exponga en el campo de batalla, a fuego cruzado, para rescatarlo. ¿Después de la guerra cómo nos ayudarán a reconstruir un país mermado? Subestimáis el poder de estas tropas.
La guerra, y ésta la llaman así, está llena de violencia, de crueldad y de horror. Pero no, en la guerra no todo vale. Actuar así es librar una batalla perdida, luchando contra sí mismo, entre el mismo ejército. Si algo hemos aprendido de las guerras es que ninguna termina nunca. La guerra no termina para los que vuelven destrozado de ella, para las familias, para las personas que lo pierden todo, para esas personas que creemos prescindibles y a las que vulneramos sus derechos y dignidad, intentando justificar que su exclusión responde a su naturaleza biológica y no a cómo decidimos (no) actuar con ellos. Como si su vida nos perteneciera, durante la guerra y fuera de ella.
Ninguna guerra termina nunca. Existen otras trincheras. Bien lo saben, en los Servicios Sociales, solo por nombrar alguna. No es otra guerra, es la misma. La de la gente que dejamos atrás, la que muere en los horrores, la de los daños colaterales.
Pero claro, qué fácil es escribir de la guerra sin pisar el campo de batalla. Ya sabe el guerrillero que las personas que se juegan la vida en primera línea reciben órdenes de alguien que está con un teléfono en su sillón presidencial. O al menos, así es en las guerras que me enseñan por televisión.
Utilizar la guerra como metáfora para la trágica y cruel situación que vivimos es mucho más que un juego semántico. Forma parte de una estrategia para fundamentar, sin justificar, todo lo que se hace. Para convencernos de ello; que lo que se hace es la única forma de hacer las cosas, aunque no sea la mejor. En definitiva, esta guerra sirve y servirá también para relatar, entre arcoíris de colores, la verdad de una parte de la historia como la única verdad que quedará para la historia.
Te lo prometo. Todo saldrá bien; al menos para quien escriba la historia.
Jesús Muyor Rodríguez
Profesor del Grado en Trabajo Social.
Universidad de Almería