• «Yo tengo un amigo que también tiene un hijo que está malito, como tú». Aguanté con buena cara el anhelo de saber más, las miradas directas, incluso soporté los gestos paternalistas de pena.

SEGURO que los que estudiamos EGB, BUP o FP y los que hicimos COU (de ciencias o letras) recordamos con cierta añoranza nuestros recreos y meriendas. Nos criamos de un modo muy diferente a como se hace ahora, comíamos chucherías y bollería (toda la que podíamos) y no estábamos por encima de nuestro peso ideal, ni siquiera superábamos el índice corporal de grasa. No teníamos play station ni nintendo, solamente jugábamos al fútbol en algún solar abandonado cerca de nuestra casa.

De aquellos años recuerdo bastantes cosas, pero sin duda recuerdo unas fantásticas palmeras de chocolate que vendían junto a mi colegio. Después de casi treinta años y tras haber probado alguna que otra, he vuelto a encontrar una palmera como las de entonces. Las venden en una pastelería de la Carretera de Cádiz, en el barrio de Puerta Blanca, frente a las pirámides. Esta semana he vuelto por allí, como otras muchas veces, a comprar más palmeras de chocolate (las mejores de la ciudad), pero esta vez un señor del barrio mientras me atendían se puso a hablar conmigo.

La primera pregunta me sorprendió, porque tras un hola bastante serio, y después de mirarme fijamente me dijo: «¿Te puedo hacer una pregunta?». «¡Claro que sí!», le conteste. Realmente pensaba que me preguntaría por algún rebaje, o por alguna rampa que faltaba por hacer, todo lo más que me podía imaginar era alguna duda sobre un aparcamiento reservado a personas con movilidad reducida. Sin embargo, nuestro buen amigo se limitó a preguntarme: «¿Qué te ha pasado?». Normalmente a esta pregunta (que es bastante habitual) suelo hacer alguna broma e intento desviar el tema de forma graciosa. Algo del tipo ¿lo del pelo? ¿Te refieres a eso? Pero esta vez no creí conveniente desviar el tema de ese modo y me limité a poner cara de sorpresa a la incómoda pregunta.

«¿Qué te ha pasado para que te quedes así?», aclaró nuestro amigo mientras miraba con desagrado mi silla de ruedas… Entendí que las bromas no me iban a salvar de esta situación incómoda, así que mientras me despachaban, le contesté: «Una moto tiene la culpa». Si la pregunta fue bastante incómoda, la respuesta estuvo a la altura.

«Yo tengo un amigo que también tiene un hijo que está malito, como tú». Aguanté con buena cara el anhelo de saber más, las miradas directas, incluso soporté de forma estoica los gestos paternalistas de pena, pero lo de malito me tocó la moral de forma muy especial. Y es que si algo no nos gusta a las personas con discapacidad es que se usen con nosotros términos que ya están pasados de moda. Eso de llamarnos paralíticos o malitos, por ejemplo. O como ocurría esta semana en un medio de prensa escrita de nuestra ciudad: «Se inaugura un curso de atención a disminuidos».

La mayoría de las veces estas cosas ocurren por desconocimiento, sin ninguna maldad, y probablemente nadie sabe lo mal que sientan, pero os puedo garantizar que a nadie le gusta que se dirijan a él con estos términos, que sin duda se utilizaban hace algunos años, pero que ya forman parte de la historia de la discapacidad, como otros muchos que se empleaban sobre otros colectivos y que entre todos hemos enterrado.

Los comportamientos y gestos se traducen en invitaciones o rechazos de forma inmediata, pero sin duda los términos con los que nos referimos a las personas también. Por eso todos debemos cuidarlos, como dice un buen amigo mío, porque hoy es miércoles….

Fuente:MÁLAGA HOY